martes, 29 de abril de 2014

De prójimo a próximo ya se sabe

"... Le llegará a los oídos una voz implacable y severa susurrándole que nuestras pasiones son falsas, que  es nuestra miopía quien nos hace ver hermosos los rostros y nuestra ignorancia bellas las almas, y que ha de venir un día en que, para la mirada más clarividente, el ídolo no será más que un objeto, no de odio, sino de estupor y desprecio".
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-"...Además, las consecuencias de la desilusión son terribles. Los hijos enfermizos que engendra un amor agonizante no son otros que un triste desenfreno y una odiosa impotencia. Y tanto el desenfreno espiritual como la impotencia del corazón hacen que se viva sólo por pura curiosidad y que se muera uno a diario de cansancio. Todos nos parecemos al viajero que ha recorrido un enorme país y contempla cada tarde el sol, que antes doraba espléndidamente cada detalle agradable del camino y que ahora se pone en un monótono horizonte. Entonces, ese viajero se sienta, resignado, en una sucia colina, cubierta de desechos inidentificables y dice al aroma de los matorrales que es inútil que ascienda hacia un cielo vacío; a las semillas escasas y miserables, que es absurdo que germinen en un suelo reseco; a los pájaros convencidos de que alguien bendice su unión, que se equivocan haciendo sus nidos en una tierra azotada por helados y violentos huracanes. Y reemprende, triste, su camino hacia otro desierto que sabe que será semejante al que acaba de atravesar, acompañado por ese pálido fantasma a quien llamamos Razón, que ilumina su árido camino con una pálida linterna y que le brinda el veneno del tedio para que apague esa sed de pasión que a veces le devora."
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-"Señora -prosiguió Samuel después de unos minutos de silencio (el clásico silencio de la emoción)-, la verdadera sabiduría no consiste en maldecir sino en esperar. Sin el don divino de la esperanza, ¿cómo podríamos atravesar ese terrible desierto del tedio que acabo de describirle? El fantasma que nos acompaña es, a fin de cuentas, un fantasma de la razón [...]. Existe una amable filosofía que consiste en encontrar consuelo hasta en los objetos aparentemente más indignos. Lo mismo que la virtud supera a la inocencia, y que es más meritorio sembrar en un desierto que libar con despreocupación en un fértil jardín, resulta verdaderamente digno de un alma selecta purificarse y purificar a los demás con su contacto. Lo mismo que no hay traición que no pueda perdonarse, tampoco existe ningún pecado que no quepa absolver ni falta que no se logre olvidar. Existe una ciencia que enseña a amar al prójimo y a encontrarle amable, como existe una forma de saber vivir. Cuanto más delicado es un espíritu, más bellezas originales descubre; cuanto más tierno y abierto a la esperanza, más capaz es de encontrar en el prójimo, por muy ruin que sea, motivos de amor. Así actúa la caridad. Más de una viajera, desolada y perdida en los áridos desiertos de la desilusión, ha recuperado la fe y ha vuelto a enamorarse con más fuerza de lo que había perdido, con tanta más razón cuanto que ahora posee la ciencia de dirigir su pasión y la de la persona amada".
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-"¿De veras es posible eso, caballero? ¿Hay ramas a las que pueden asirse los desesperados?.


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Samuel Cramer [...] parecía querer llevar a la práctica en su vida y demostrar la verdad de este pensamiento de Diderot: "La incredulidad es a veces el vicio del necio, y la credulidad el defecto del inteligente. El inteligente ve lejos en la inmensidad de lo posible. El necio apenas considera posible lo que es. Tal vez sea esto lo que hace pusilánime a uno y temerario a otro."
[...]
El Pensamiento de Diderot explica por qué una fue tan confiada y otro tan brusco y desvergonzado. También explica todos los disparates que Samuel había realizado a lo largo de su vida, errores que un necio no habría cometido. Esta parte del público, que es esencialmente pusilánime, no entenderá lo más mínimo a una persona como Samuel, que era esencialmente crédulo y muy fantasioso, hasta el extremo de creer como poeta en su público y como hombre en sus pasiones. 

Llévese mi oso


Baudelaire, C. La Fanfarlo. 1847 

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